EMPRESAS ESTATALES

De a poco, estamos volviendo a los sesenta y setenta, cuando primaba una visión que creía que la acción y orientación del Estado era la llave mágica para el desarrollo. En ese sentido, la experiencia latinoamericana de entonces fue mala por lo que los economistas llamamos problemas de agencia: creer que quien ejerce el poder -por la vía de la institucionalidad, incluyendo las empresas públicas- no puede ser monitoreado por la sociedad o castigado por los errores cometidos. Y dado que ese comportamiento era replicado por quienes alternaban en el poder, la lógica del aprovechamiento del Estado, sin contrapesos, se convirtió en una cultura en la que no existían rendiciones de cuenta, no se analizaban los costos insumidos y en la que la quiebra y la imposibilidad de una gestión mínimamente coherente eran los fatales resultados finales. Tengo la impresión de que lo ocurrido con las empresas incautadas por la AGD -hablo en general, más allá del episodio Isaías-, y que son usadas a destajo por el Gobierno, tiene mucho de la visión del siglo pasado. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos son los recursos que han insumido esas empresas ni el impacto real en términos de resultados. No se puede hacer una evaluación seria de su gestión porque no existen mecanismos institucionales para ejercer esa veeduría, y el Gobierno se hace de la vista gorda con esta necesidad ciudadana, empeñado en darle un uso unidireccional. Lo peor es el olvido de la promesa de reestructurar dichas empresas, venderlas en el corto plazo y resarcir a los deudores, que fue la razón para la incautación. No hay un cronograma -al menos uno que se haya cumplido- ni un control de ese plan. ¡Qué importa! Ahora, las empresas incautadas son un instrumento de la revolución, y eso lo justifica.